Tisfr12

1618 ca.

LUIS GÒNGORA Y ARGOTE, La Fabula de Pìramo y Tisbe

 

La ciudad de Babilonia

--famosa, no por sus muros--

(fuesen de tierra cocidos

o sean de tierra crudos),

sino por los dos amantes,

desdichados hijos suyos,

que, muertos, y en un estoque,

han peregrinado el mundo--

citarista dulce, hija

del Archipoeta rubio,

si al brazo de mi instrumento

le solicitas el pulso,

digno sujeto será

de las orejas del vulgo:

popular aplauso quiero;

perdónenme sus tribunos.

Píramo fueron y Tisbe,

los que en verso hizo culto

el licenciado Nasón

(bien romo o bien narigudo)

dejar el dulce candor

lastimosamente oscuro

al que túmulo de seda

fue de los dos casquilucios

moral que los hospedó;

y fue condenado al punto,

si del Tigris no en raíces,

de los amantes en frutos.

Estos, pues, dos babilonios

vecinos nacieron mucho

y tanto, que una pared

de oídos no muy agudos

en los años de su infancia

oyó a las cunas los tumbos,

a los niños los gorjeos

y a las amas los arrullos.

Oyólos, y aquellos días

tan bien la audiencia le supo,

que años después se hizo

rajas en servicio suyo.

En el ínterin nos digan

los mal formados rasguños

de los pinceles de un ganso

sus dos hermosos dibujos.

Terso marfil su esplendor,

no sin modestia, interpuso

entre las ondas de un sol

y la luz de dos carbunclos.

Libertad dice llorada

el corvo süave luto

de unas cejas, cuyos arcos

no serenaron diluvios.

Luciente cristal lascivo

(la tez, digo, de su vulto)

vaso era de claveles

y de jazmines confusos.

Arbitro de tantas flores

lugar el olfato obtuvo

en forma no de nariz,

sino de un blanco almendruco.

Un rubí concede o niega,

según alternar le plugo,

entre veinte perlas netas

doce aljófares menudos.

De plata bruñida era

proporcionado cañuto,

el órgano de la voz,

la cerbatana del gusto.

Las pechugas, si hubo fénix,

suyas son; si no la hubo,

de los jardines de Venus

pomos eran no maduros.

El etcoetera es de mármol,

cuyos relieves ocultos

ultraje mórbido hicieran

a los divinos desnudos

la vez que se vistió Paris

la garnacha de Licurgo

cuando Palas por vellosa

y por zamba perdió Juno.

A ésta desde el glorïoso

umbral de su primer lustro

niña la estimó el Amor

de los ojos que no tuvo.

Creció deidad, creció invidia

de un sexo y otro. ¿Qué mucho

que la fe erigiese aras

a quien la emulación culto?

Tantas veces de los templos

a sus posadas redujo

sin libertad los galanes

y las damas sin orgullo,

que viendo quien la vistió

(nueve meses que la trujo)

de terciopelo de tripa

su peligro en los concursos,

las reliquias de Tisbica

engastó en lo más recluso

de su retrete, negado

aun a los átomos puros.

¡O Píramo lo que hace,

joveneto ya robusto,

que sin alas podía ser

hijo de Venus segundo!

Narciso, no el de las flores

pompa, que vocal sepulcro

construyó a su boboncilla

en el valle más profundo,

sino un Adonis caldeo

ni jarifo, ni membrudo

que traía las orejas

en las jaulas de dos tufos.

Su copetazo pelusa,

si tafetán su testuzo;

sus mejillas mucho raso;

su bozo poco velludo.

Dos espadas eran negras

a lo dulcemente rufo

sus cejas, que las doblaron

dos estocadas de puño.

Al fin en Píramo quiso

encarnar Cupido un chuzo,

el mejor de su armería,

con la herramienta al uso.

Este, pues, era el vecino,

el amante y aun el cuyo

de la tórtola doncella

gemidora a lo vïudo:

que de las penas de amor

encarecimiento es sumo

escuchar ondas sediento

quien siente frutas ayuno.

Intimado el entredicho

de un ladrillo y otro duro,

llorando Píramo estaba

apartamientos conjuntos,

cuando fatal carabela

(émula, mas no del humo

en los corsos repetidos)

aferró puerto seguro;

familïar tapetada

que, aun a pesar de lo adusto,

alba fue, y Alba a quien debe

tantos solares anuncios.

Calificarle sus pasas

a fuer de Aurora propuso,

los Críticos me perdonen

si dijere con ligustros.

Abrazóle sobarcada

--y no de clavos malucos--

en nombre del azucena,

desmentidora del tufo,

siendo aforismo aguileño,

que matar basta a un difunto

cualquier olor de costado,

o sea morcillo o rucio.

Al estoraque de Congo

volvamos, Dios en ayuso,

a la que cuatro de a ocho

argentaron el pantuflo.

Avispa con libramiento

no voló como ella anduvo;

menos un torno responde

a los devotos impulsos,

que la mulata se gira

a los pensamientos mudos.

¡O destino inducidor

de lo que has de ser verdugo!

Un día que subió Tisbe,

humedeciendo discursos,

a enjugarlos en la cuerda

de un inquïeto columpio,

halló en el desván acaso

una rima que compuso

la pared sin ser poeta,

más clara que las de alguno.

Había la noche antes

soñado sus infortunios;

y, viendo el resquicio entonces,

-Esta es, dijo, no dudo;

ésta es, Píramo, la herida

que en aquel sueño importuno

abrió dos veces el mío

cuando una el pecho tuyo.

La fe que se debe a sueños

y a celestiales influjos

bien lo dice de mi aya

el incrédulo repulgo.

¿Lo que he visto a ojos cerrados

más auténtico presumo

que del amor que conozco

los favores que descubro?

Efecto improviso es,

no de los años diuturno,

sino de un niño en lo flaco

y de un dios en lo oportuno.

Pared que nació conmigo,

del amor sólo el estudio,

no la fuerza de la edad,

desatar sus piedras pudo.

Mas ¡ay! que taladró niño

lo que dilatara astuto;

que no poco daño a Troya

breve portillo introdujo.

La vista que nos dispensa

le desmienta el atributo

de ciego en la que le ata

ociosa venda el abuso.

Llegó en esto la morena,

los talares de Mercurio

calzada en la diligencia

de diez argentados puntos,

y, viendo extinguidos ya

sus poderes absolutos

por el hijo de la tapia,

que tendrá veces de Nuncio,

si distinguirse podía

la turbación de lo turbio,

su ejercicio ya frustrado

le dejó el ébano sucio.

Otorgó al fin el infausto

abocamiento futuro

y, citando la otra parte,

sus mismo autos repuso.

Con la pestaña de un lince

barrenando estaba el muro,

si no adormeciendo Argos

de la suegra substitutos,

cuando Píramo, citado,

telares rompiendo inmundos

que la émula de Palas

dio a los divinos insultos,

-Barco ya de vistas, dijo,

angosto no, sino augusto,

que, velas hecho tu lastre,

nadas más cuando más surto,

poco espacio me concedes;

mas basta, que a Palinuro

mucho mar le dejó ver

el primero breve surco.

Si a un leño conducidor

de la conquista o del hurto

de una piel fueron los dioses

remuneradores justos,

a un bajel que pisa inmóvil

un Mediterráneo enjuto

con los suspiros de un sol

bien le deberán coluros.

Tus bordes beso piloto,

ya que no tu quilla buzo,

si revocando mi voz,

favorecieses mi asunto.

Dando luego a sus deseos

el tiempo más oportuno,

frecuentaban el desván,

escuela ya de sus cursos.

Lirones siempre de Febo,

si de Dïana lechuzos,

se bebían las palabras

en el polvo del conducto.

¡Cuántas veces impaciente

metió el brazo, que no cupo,

el garzón, y lo atentado

le revocaron por nulo!

¡Cuántas el impedimento

acusaron de consuno,

al pozo que es de por medio,

si no se besan los cubos!

Orador Píramo entonces,

las armas jugó de Tulio,

que no hay áspid vigilante

a poderosos conjuros.

Amor, que los asistía,

el vergonzoso capullo

desnudó a la virgen rosa

que desprecia el tirio jugo.

Abrió su esplendor la boba

y a seguillo se dispuso:

¡trágica resolución,

digna de mayor coturno!

Medianoche era por filo

--hora que el farol nocturno,

reventando de muy casto,

campaba de muy sañudo--

cuando, tropezando Tisbe,

a la calle dio el pie zurdo,

de no pocos endechada

caniculares aúllos.

Dejó la ciudad de Nino

y, al salir, funesto buho

alcándara hizo umbrosa

un verdinegro aceituno.

Sus pasos dirigió donde

por la boca de dos brutos

tres o cuatro siglos ha

que está escupiendo Neptuno.

Cansada llegó a su margen,

a pesar del abril, mustio;

y, lagrimosa, la fuente

enronqueció su murmurio.

Olmo, que en jóvenes hojas

disimula años adultos,

de su vid florida entonces

en los más lascivos nudos,

un rayo sin escuderos

o de luz o de tumulto

le desvaneció la pompa

y el tálamo descompuso.

No fue nada: a cien lejías

dio ceniza. ¡O cielo injusto,

si tremendo en el castigo,

portentoso en el indulto!

La planta más convecina

quedó verde; el seco junco

ignoró aun lo más ardiente

del acelerado incurso.

Cintia caló el papahigo

a todo su plenilunio

de temores velloríes,

que ella dice que son nublos.

Tisbe entre pavores tantos

solicitando refugios,

a las ruïnas apela

de un edificio caduco.

Ejecutarlo quería

cuando la selva produjo

del egipcio o del tebano

un cleoneo trïunfo,

que en un prójimo cebado

(no sé si merino [o] burdo),

babeando sangre, hizo

el cristal líquido impuro.

Temerosa de la fiera

aun más que del estornudo

de Júpiter, puesto que

sobresalto fue machucho,

huye, perdiendo en la fuga

el manto: ¡fatal descuido

que protonecio hará

al señor Piramiburro!

A los estragos se acoge

de aquel antiguo reducto,

noble ya edificio, agora

jurisdicción de Vertumno.

Alondra no con la tierra

se cosió al menor barrunto

de esmerjón como la triste

con el tronco de un saúco.

Bebió la fiera, dejando

torpemente rubicundo

el cendal que fue de Tisbe,

y el bosque penetró inculto.

En esto llegó el tardón,

que la ronda le detuvo

sobre quitarle el que fue,

aun envainado, verdugo.----

Llegó, pisando cenizas

del lastimoso trasunto

de sus bodas, a la fuente,

al término constituto;

y, no hallando la moza,

entre ronco y tartamudo

se enjaguó con sus palabras,

regulador de minutos.

De su alma la mitad

cita a voces, mas sin fruto,

que socarrón se las niega

el eco más campanudo.

Troncos examina huecos,

mas no le ofrece ninguno

el panal que solicita

en aquellos senos rudos.

Madama Luna a este tiempo

a petición de Saturno

el velo corrió al melindre

y el papahigo depuso

para leer los testigos

del proceso ya concluso,

que publicar mandó el hado

cuál más, cuál menos perjuro:

las huellas cuadrupedales

del coronado avernucio,

que a esta sazón bramando,

tocó a vísperas de susto;

las espumas que la hierba

más sangrientas las expuso,

que el signo las babeó,

rugiente pompa de julio;

indignamente estragados

los pedazos mal difusos

del velo de su retablo,

que ya de sus duelos juzgo.

Violos y, al reconocerlos,

mármol obediente al duro

cincel de Lisipo, tanto

no ya desmintió lo esculto

como Píramo lo vivo,

pendiente en un pie a lo grullo,

sombra hecho de sí mismo,

con facultades de bulto.

Las señas repite falsas

del engaño a que le indujo

su fortuna, contra quien

ni lanza vale ni escudo.

Esparcidos imagina

por el fragoso arcabuco

(ebúrneos diré, o divinos?

Divinos digo y ebúrneos.)

los bellos miembros de Tisbe;

y aquí otra vez se traspuso,

fatigando a Praxiteles

sobre copiallo de estuco.

La Parca, en esto, las manos

en la rueca y en el huso,

como dicen, y los ojos

en el vital estatuto,

inexorable sonó

la dura tijera, a cuyo

mortal son Píramo, vuelto

del parasismo profundo,

el acero que Vulcano

templó en venenosos zumos,

eficazmente mortales

y mágicamente infusos,

valeroso desnudó

y no como el otro Mucio

asó entrépido la mano,

sino el asador tradujo

por el pecho a las espaldas.

¡O tantas veces insulso

cuantas vueltas a tu hierro

los siglos dieren futuros!

¿Tan mal te olía la vida?

¡Oh bien hi de puta, puto

el que sobre tu cabeza

pusiera un cuerno de juro!

De vïolas coronada

la Aurora salió con zuño,

cuando un gemido de a ocho

--aunque mal distinto el cuño--,

cual engañada avecilla

de cautivo contrapunto

a implicarse desalada

en la hermana del engrudo,

la llevó donde el cuitado

en su postrimero turno

desperdiciaba la sangre

que recibió por embudo.

Ofrécele su regazo

--y yo le ofrezco en su muslo

desplumadas las delicias

del pájaro de Catulo.

En cuanto boca con boca

confitándole disgustos

y heredándole aun los trastos

menos vitales estuvo,

expiró al fin en sus labios;

y ella, con semblante enjuto

que pudiera por sereno

acatarrar a un centurio

con todo su morrïon,

haciendo el alma trabuco

de un '¡ay!', se caló en la espada

aquella vez que le cupo.

Pródigo desató el hierro,

si crüel, un largo flujo

de rubíes de Ceilán

sobre esmeraldas de Muso.

Hermosa quedó la muerte

en los lilios amatuntos,

que salpicó dulce hielo,

que tiño palor venusto.

Lloraron con el Eufrates

no sólo el fiero Danubio,

el siempre Araxes flechero

--cuando parto y cuando turco--,

mas con su llanto lavaron

el Bucentoro dïurno,

cuando sale, el Ganges loro;

cuando vuelve, el Tajo rubio.

El blanco moral, de cuanto

humor se bebió purpúreo,

sabrosos granates fueron

o testimonio o tributo.

Sus muy reverendos padres,

arrastrando luengos lutos

con más colas que cometas,

con más pendientes que pulpos,

jaspes (y de más colores

que un áulico disimulo)

ocuparon en su huesa,

que el siro llama sepulcro;

aunque es tradición constante,

si los tiempos no confundo

(de cronólogos, me atengo

al que calzare más justo),

que ascendiente pío de aquel

desvanecido Nabuco,

que pació el campo medio hombre,

medio fiera y todo mulo,

en urna dejó decente

los nobles polvos inclusos,

que absolvieron de ser huesos

cinamomo y calambuco;

y en letras de oro: "Aquí yacen

individuamente juntos,

a pesar del amor, dos;

a pesar del número, uno."